MADRID.- Ocurre a veces -las más-, que los humanos pretendemos evadirnos de la
realidad común por ser esta insoportable. Esto ocurre sencillamente
porque no solo somos prisioneros de cuerpos mortales sino que, además, nuestra alma
no tiene una configuración muy sólida y detectable, al tiempo que sus
esperanzas son muy escasas en lo tocante a la felicidad, tabla de
salvación utópica pero indispensable para conjurar tanto sufrimiento
para el cual no hay muchas respuestas ni conjuros.
A lo largo de
la historia, el número de genocidios practicados por los seres humanos
contra sus semejantes, ha sido incontable. Siempre nos viene a la mente
las atrocidades infligidas por los nazis
tras su ascenso al poder, curiosamente de manera democrática, en el año
1933 y con la aquiescencia, connivencia, silencio o sumisión ante el
terror puro y duro de las dos terceras partes del pueblo alemán, que no quisieron o no pudieron enfrentarse a un monstruo escapado del Leviatán.
Ese terror intangible pero perceptible a la vez, estaba presente en lo cotidiano
de tal manera que para huir de aquella atroz verdad, el número de
conversos al nuevo orden, tenían crecimientos exponenciales. Toda la
nación finalmente por cobardía, fue pasto del infierno más brutal que la
historia ha padecido hasta donde sabemos. Por ello, volverse loco es
una manera de escapar a veces ante un dolor insoportable sopena que este
te devore en medio de una coalición de abrumadores despropósitos.
Los “malos” hacen peores a los buenos
Durante la guerra de Filipinas,
en aquel desgraciado año de 1898, los norteamericanos de Estados Unidos
-no es una redundancia- pidieron ayuda a los nativos para poder echar a los “invasores” españoles
de aquellos predios en los que llevábamos cuatro siglos. Como resultado
de aquellas promesas de independencia a los autóctonos, estos se
pusieron muy contentos pero, la realidad vendría con las rebajas
posteriores.
El pueblo filipino en los cuatro años que van desde 1898 hasta 1902
perdería en una durísima represión a más de millón y medio de los suyos
en la creencia de que Mc Kinley, a la sazón presidente de Estados
Unidos, cumpliría sus promesas. Pero este conspicuo presidente que no tuvo valor para frenar a la prensa amarilla de Hearst y Pulitzer en los prolegómenos de la guerra de Cuba,
era un fiel seguidor de la doctrina del Destino Manifiesto de Monroe
que allá por 1823 dijo que América era para los americanos.
Aquel
majadero metido a político, que en principio pensaba o transmitía algo
obvio, lo que quería decir en realidad era que todo el continente
americano -y todo lo que pillaran de paso- era para los americanos. Esta
doctrina tardó en ser comprendida por el resto de los terrícolas, pero
hoy es evidente que todo el mundo la entiende sin reservas.
Total, que a Mc Kinley se le olvidaron sus promesas hacia el pueblo
filipino y, de la noche a la mañana, declaró en el congreso y senado que
los filipinos no estaban preparados para gobernarse y
que en consecuencia había que educarlos y “cristianizarlos”: religión en
la que ya estaban embarcados desde hacía siglos los aborígenes locales.
Entonces fue cuando el monstruo evidenció sus intenciones.
El pueblo filipino se levantó y fue fagocitado por creer en la honestidad de aquellos políticos
que en su breve historia solo han sabido usar la ley del palo, y que
por cierto -ojo al dato-, en 244 años de presencia en este vagabundo
planeta, no han tenido ni un solo día de paz, algo que es irrefutable y
perfectamente verificable.
Pero la cosa no acaba ahí
Un
uniformado con categoría de general (la categoría a la que me refiero se
la daba el uniforme no la conducta), un tal Jacob Smith, emitió una
orden por la cual se debía de fusilar sin más preámbulos a cualquier sujeto que tuviera más de 10 años; así, tal cual.
Pero
los símbolos tradicionales de unidad del pueblo filipino, el idioma
español y la cultura hispánica, si es que quedaba algo de ellos, fueron
vapuleados con una intensidad brutal en 1945 en el intento de desalojo
de la guarnición japonesa en las postrimerías de la II Guerra Mundial.
La ciudad de Manila conocida como la Perla de Oriente quedo arrasada en
un inmisericorde bombardeo de alfombra que se llevó por delante a más de 100.000 víctimas y al antiquísimo barrio español poblado de pequeñas iglesias católicas.
El chabacano (un idioma
criollo) y el tagalo, dos lenguajes mixtos con mezcla española en su
confección de síntesis ya fuera oral o gramatical, fueron considerados
acreedores del mismo rango de castigo que los nipoparlantes, pues igual
daba que fueran de Osaka, Tokio o Manila; tenían los ojos oblicuos y a
la vista de la ceguera que esgrimían, todos eran iguales de enemigos. Estados Unidos acabaría imponiendo el inglés como lengua común obligatoria al igual que la prensa y cualquier medio de comunicación.
Actualmente, desde las escuelas primarias y el entero tramo que lleva hasta la universidad, el español puntúa todavía menos que el árabe.
Hoy, cerca de un millón de filipinos (105.000.000 son los habitantes de
esta miríada de islas) todavía hablan español además de un número
similar de población criolla en las zonas de Cavite y Zamboanga.
La
Agencia española de Cooperación Internacional y el Instituto Cervantes
han dado pasos para revertir los efectos de aquella maquiavélica
programación para desprogramar al pueblo filipino de sus raíces.
Confiemos en que haya suerte en esta honorable apuesta para recuperar la memoria histórica de una hermosa relación que fue.
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